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mayo 23, 2025
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La cosa juzgada internacional y el control de convencionalidad: claves esenciales para una justicia con rostro humano

La cosa juzgada internacional y el control de convencionalidad claves esenciales para una justicia con rostro humano

Dentro del entramado del derecho internacional de los derechos humanos, hay dos herramientas jurídicas que, aunque parezcan distintas, tienen mucho más en común de lo que imaginamos: la cosa juzgada internacional y el control de convencionalidad. Ambas son piezas cruciales para que los compromisos asumidos por los Estados no se queden en simples promesas de papel. Su objetivo es claro: lograr que los derechos humanos no solo se reconozcan en tratados, sino que se vivan y se respeten en la realidad cotidiana de cada país. Este texto propone un recorrido por el modo en que estas dos figuras dialogan dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, cómo impactan la labor de los jueces y qué desafíos imponen a los Estados al momento de cumplir con su deber de proteger derechos fundamentales.

 

Cosa juzgada internacional: mucho más que un cierre judicial

Cuando un tribunal emite un fallo y ya no hay forma de apelar ni de reabrir el caso, hablamos de cosa juzgada. En otras palabras, ese conflicto ha llegado a su fin legal. Pero cuando nos movemos en el escenario internacional, este principio adquiere un valor distinto y mucho más profundo, especialmente cuando se trata de sentencias emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Una vez que este tribunal toma una decisión contra un Estado, no hay marcha atrás. Esa resolución es obligatoria, definitiva y debe ser acatada por completo.

Y no se trata solo de aplicar mecánicamente lo que dice la parte final del fallo. No. Lo que la Corte dice en sus consideraciones, en sus argumentos, en la manera en que llega a su conclusión, también cuenta. El cumplimiento del fallo incluye toda la lógica jurídica que lo sustenta, porque es ahí donde se establecen los estándares que marcarán la forma en que se deben entender y aplicar los derechos humanos.

Así que, si un Estado firmó y ratificó la Convención Americana sobre Derechos Humanos, está diciendo: “Acepto que las decisiones de la Corte IDH son vinculantes”. Pretender después no cumplirlas o minimizar su alcance sería como firmar un contrato y luego fingir que ciertas cláusulas no existen. En el lenguaje jurídico, eso simplemente no vale.

 

El control de convencionalidad: un nuevo horizonte para la justicia local

Desde el caso Almonacid Arellano vs. Chile en 2006, los jueces nacionales recibieron una nueva misión: aplicar lo que se conoce como control de convencionalidad. Esta herramienta legal exige a los operadores de justicia—jueces, fiscales, defensores públicos—que verifiquen si las leyes y decisiones nacionales están en línea con la Convención Americana y con la manera en que la Corte Interamericana las ha interpretado.

Este control no reemplaza al control de constitucionalidad, ese que revisa si una norma se ajusta a la Constitución del país. Más bien, lo complementa. Porque ahora, además de mirar hacia la Carta Magna, hay que mirar hacia los tratados internacionales de derechos humanos, que tienen rango superior o al menos jerarquía constitucional en la mayoría de los países de la región.

Esto implica una transformación profunda en la manera de ejercer la justicia. No basta con aplicar ciegamente la ley nacional: ahora se debe pensar si esa ley respeta los compromisos internacionales del Estado. Para muchos jueces, esto ha significado un giro radical, una ampliación de su mirada. Como si antes solo tuvieran una brújula nacional, y ahora necesitaran también un mapa regional.

Es un cambio de paradigma que obliga a los jueces a ser más abiertos, más formados en derecho internacional y, sobre todo, más conscientes de su rol como garantes de derechos humanos, más allá de las fronteras de su país.

 

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Punto de encuentro: cómo se articulan la cosa juzgada internacional y el control de convencionalidad

Estas dos figuras no son compartimentos estancos. Se alimentan mutuamente. Cuando la Corte IDH dicta sentencia, esa decisión pasa a ser cosa juzgada internacional. Pero, ¿quién se encarga de hacerla efectiva dentro del país? ¿Quién asegura que lo dicho por la Corte se traduzca en cambios reales? Aquí es donde entra el control de convencionalidad.

Los jueces nacionales son quienes deben tomar esas sentencias, leerlas con atención y aplicarlas como parte del derecho interno. No importa si el caso no ocurrió en su país o si el nombre del litigante no aparece en su expediente. Lo relevante es que la interpretación de la Corte establece estándares mínimos que deben ser observados por todos los Estados parte. La jurisprudencia internacional, aunque no sea “ley” en el sentido estricto, funciona como una guía obligatoria de interpretación.

Imaginemos que la Corte dice que una ley determinada viola derechos humanos. Esa interpretación, aunque surja de un caso específico, debe servir de faro para todos los tribunales del continente. Ignorarla sería cerrar los ojos ante una obligación que ya fue aceptada de manera soberana. Por eso, el control de convencionalidad se convierte en el mecanismo más eficaz para que la cosa juzgada internacional no quede archivada en una biblioteca jurídica, sino que cobre vida en los juzgados nacionales.

 

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Cuando lo legal choca con lo real: tensiones en la aplicación

Llevar todo esto a la práctica no es tan simple como parece. El caso Artavia Murillo vs. Costa Rica, sobre la prohibición de la fecundación in vitro, es un claro ejemplo. Aunque la Corte IDH declaró que la prohibición era inconstitucional porque vulneraba derechos fundamentales, la Sala Constitucional de Costa Rica se negó a modificar su criterio anterior sin una ley que regulara la técnica. La respuesta fue clara: el cambio debía venir del poder legislativo, no del judicial.

Este episodio nos recuerda que los tribunales nacionales no siempre están dispuestos o capacitados para aplicar de inmediato lo que la Corte IDH dispone. A veces por desconocimiento, otras por presiones políticas, y en muchos casos por el miedo a ir más allá de los límites de su competencia. Los jueces se ven en una encrucijada entre lo que dice su marco legal interno y lo que exige el derecho internacional.

Superar estos obstáculos exige más que voluntad. Se necesita formación constante en derechos humanos, un compromiso real con los tratados firmados y, sobre todo, un cambio cultural dentro del poder judicial. La defensa de los derechos fundamentales no puede depender del coraje individual de uno u otro juez. Debe ser una política de Estado sostenida y coherente.

 

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Conclusión: sumando esfuerzos para una justicia verdaderamente humana

No hay manera de garantizar los derechos humanos de forma efectiva si la cosa juzgada internacional y el control de convencionalidad no se integran como parte de un mismo sistema. Una se encarga de dar solidez y legitimidad a las decisiones de la Corte IDH; la otra, de traducir esas decisiones en hechos concretos dentro del país. Ambas, juntas, forman el andamiaje de una justicia que pone a la persona en el centro.

En este camino no hay espacio para el aislamiento. Ni los jueces internacionales pueden hacer el trabajo solos, ni los jueces nacionales pueden actuar como si el derecho internacional fuera un mundo aparte. La construcción de un Estado de derecho real y viviente requiere puentes, diálogos y coherencia. Requiere que las sentencias se cumplan y que las normas se interpreten siempre con una mirada puesta en la dignidad humana.

Porque al final del día, los derechos humanos no se protegen en los discursos ni en los tratados. Se protegen en cada decisión judicial que respeta, interpreta y aplica el derecho internacional con responsabilidad y humanidad.

 

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